El cielo cambia frenéticamente de color, emitiendo ruidos de sonar mientras ovejas y farolas lo atraviesan a toda pastilla. Lo veo desde la azotea, tirado en una tumbona, mis novísimas gafas Leary, aun en versión beta, reposando en la mesita Mizutani, al lado de la copa de vodca-lechuga. La atmósfera produce un ligero torpor, una especie de templada pereza. Es inevitable recordar con ternura el remoto año de la gracia de 2015.
Por aquellas épocas, aun cursaba las últimas asignaturas de la carrera de Ingeniería y ocupaba una habitación petada de tebeos y cacharros electrónicos en casa de mis padres. Soldados españoles hacían de mercenarios en Ucrania, frikis del Estado Islámico destrozaban esculturas milenarias en Mosul, y Obama enviaba fuerzas especiales para entrenar a la “oposición moderada” en Siria. Pero podía presentir que las noticias realmente interesantes no estaban en los grandes titulares.
Era en las páginas de sucesos de los periodicuchos de mala muerte, y sitios dudosos esparcidos por la web, que se encontraban incrustadas las verdaderas gemas.
Me acuerdo de una en que un tío se levantaba de repente en mitad de la siesta, cogía un arma de la mesita de noche y empezaba a disparar como un loco, matando a la mujer, al hijo y al perro que dormía al lado. Luego, en la comisaría, explicó que no había estado durmiendo, como se pensaba. Acababa de tumbarse, mirando al techo, cuando un coño gigante colgando de una única pierna peluda y musculada le cayó en la cara. Aterrorizado, lo tiró al suelo al tiempo en que se erguía de la cama. Antes que pudiera pensarlo, ya tenía el arma en la mano e iba disparando contra el coño, que esquivaba las balas cojeando con su única pierna peluda (y musculada).
Un jurado popular se decantó por la explicación del psicólogo forense – brote psicótico resultante de la homosexualidad reprimida del asesino. Fotos de chicos depilados en trajes diminutos encontradas en un directorio oculto de su ordenador corroboraron la tesis y el protagonista del ataque al chocho gigante acabó archivado en el loquero local.
El hombre sentado en posición de Lotus era grande y enjuto. Su tórax era ancho y protuberante, los miembros largos, los músculos alongados. La piel parecía pegada directamente a ellos, sin una pizca de grasa mediando el contacto. Se le veía pesado, aunque también flexible y absolutamente sosegado. Tenía los ojos entornados, la respiración apenas audible. A la vez, había algo de extrañamente alerta en su postura.
Cuando la vieja señora entró en la habitación en penumbra, siguió inmóvil. Ella se acercó a una mesita y posó una tetera, un pequeño vaso de porcelana con motivos florales y un sobre sellado. Salió sin decir una palabra. Varios minutos pasaron hasta que él juntó las manos a la altura del corazón e inclinó el tronco sobre las piernas cruzadas. Luego, se desplegó, alto y sólido como un roble.
Miró el sobre en la mesita, pero no lo cogió de inmediato. Prefirió verter el té humeante hasta casi el borde de la tacita. Lo olió, cerrando los ojos. Hierba limón. Se quedó un rato así, dudando sobre si dejarse llevar. Posponer lo inevitable. Idea tonta. Cogió el sobre, se sentó en el escritorio y, dejando la tacita, alcanzó un abrecartas que parecía salido de un número antiguo de Wallpaper. Con un golpe rápido y certero rajó los bordes y le dio la vuelta dejando caer una especie de tarjeta y una memoria USB.
Hizo una copia del contenido de la memoria en el portátil que tenía delante, luego lo empujó hacia un lado y garabateó algo en un papel. Dobló la hoja y la puso dentro de un nuevo sobre, junto con la memoria. Cerró el sobre, guardó la tarjeta en el bolsillo de los pantalones y pulsó un pequeño botón en el lateral del escritorio. Al cabo de un rato, volvió la señora del té, que recogió el nuevo sobre y, después de una reverencia casi imperceptible, se fue, aun muda.
Alea jacta est, pensó – y una parte suya se rió de tamaño esnobismo. Pero era una parte muy pequeña, donde tenían que codearse el humor, la autoconfianza, la ligereza y todo lo que hace la vida soportable. En lo que restaba de él, solo había espacio para un enorme agujero, a la vez hueco y pesado, que le presionaba las costillas, aplastando el corazón. Los músculos, antes relajados, parecían preparados para el ataque de un oso, y podía sentir cada pelo de la nuca de puntillas, como bailarinas esperando tensas el momento del gran salto.
Intentó resignarse ante el hecho de que no experimentaría ningún otro estado en las próximas 24 horas. “Al fin y al cabo, son solo 24 horas”. Y luego se acordó de todas las cosas que pueden pasar en 24 horas.
La cosa empezó a cambiar de verdad con el vestido. Era uno de esos cocktail dresses – ya sabes, un vestido de fiesta para llevar de día o en situaciones elegantes, pero no muy formales. No era gran cosa como vestido, la verdad. Era demasiado justo, como si estuviera cosido directamente al cuerpo, y tenía unas partes en encaje y otras en tela brillante, que se turnaban para darle un aspecto franjeado. El resultado parecía algo salido del baúl de una vieja corista de cabaret. O del closet de una joven celebridad, de esas que creen que el look buscona es lo que se lleva.
Que el vestido fuese suyo no debe ser visto como un simple detalle. Su dueña no era una más. Tenía esa carita de niña que se pasó con el fond de taint, tan común entre sus contemporáneas. Lo que la diferenciaba de ellas eran unos tantos ceros de más – en su cuenta bancaria, en el ranking de las canciones más vendidas, en su número de seguidores en Instagram… Total: un vestido suyo, por más hortera que fuese, estaba destinado a ser conocido, comentado, criticado e imitado hasta la astenia, lo que en el mundo del showbiz suele corresponder a algo así como… 15 minutos?
Es lo que hubiera pasado, de no ser por un desenfadado post de otra mega celebridad, cuyo culo había roto Internet un par de meses antes. Para los demasiado jóvenes, hay que aclarar que cuando digo romper Internet, quiero decir publicar o protagonizar un post que obtiene repercusión planetaria en forma de memes, tumblrs y otras formas de cotilleo virtual. Y cuando digo culo, quiero decir… bueno, culo. Eso sí, un culo enorme, fantasmagóricamente perfecto y más redondo y brillante que la mismísima luna.
Pues la culocelebrity publicó en twitter una foto del vestido hortera de la colega, explicando cómo le gustaba la forma en que el blanco brillante de la tela se combinaba al dorado del encaje. Los comentarios generados por ese post ganaron proporciones casi tan rompedoras cuanto los glúteos de su autora. Y no porque la gente se indignase de que alguien elogiara aquella horribilidad. Lo que causaba tanto alboroto es que, dónde muchos veían blanco y dorado, otros tantos veían azul y negro.
Una cosa es que un friki alucine. Otra muy diferente es que tanta gente discrepe sobre un dato tan básico de la realidad. Tres semanas después, el cambio de sexo de un teen idol cuyo anuncio para una marca de calzoncillos había causado furor pasó a acaparar todas las atenciones y ya no se habló más del vestido. Pero mucha gente se quedó con esa sensación desagradable de que algo no iba completamente bien.
No es totalmente cierto que en 24 horas todo se puede cambiar. La Luna realiza una vuelta completa al planeta azul, nuestros cuerpos duermen y se despiertan, y entre una cosa y otra, nuestras almas se pasean por un mundo paralelo donde el tiempo no existe. Pero la fuerza de ese instante cabalístico no está en lo que ocurre, sino en lo que se revela.
Algo que empieza con un ruido casi imperceptible y a lo largo de las horas, de los años, de las eras, se va convirtiendo en una batucada ensordecedora, un carnaval de sombras, el gran hueco plúmbeo y magnético que no deja más alternativa que tirarse al vacío. Tirarse al vacío. La expresión le produjo un escalofrío que le heló la médula.
Una cara redonda y alba surgió delante de sus ojos, el negro cabello desgreñado, la boca entreabierta, los ojos entrecerrados. Más que durmiendo, ella parecía dormitar, como si acabara de despertar o hacer el amor. Poco a poco, el frío fue dejando espacio a una especie de calidez, y él deseó tumbarse. No tuvo tiempo de hacerlo. El semblante antes perezoso se desfiguró en una mueca de horror. La mujer de pronto abrió la boca como intentando gritar, los ojos saltándole de las órbitas, los pelos agitándose como en una cabeza de Medusa hasta que de repente se precipitó en la nada.
Él cerró los ojos y los puños. Intentó concentrarse en la respiración, repitiendo para sí mismo que aquello no era real, que el rostro tan querido no estaba de hecho allí. El jadeo, sin embargo, no cedía. Lo real no es lo que está fuera y a la realidad no se puede eludir. Alea jacta est. La suerte está echada.
El vestido que cambiaba de color pronto dejó las páginas de cotilleo y ganó el mundo. Páginas de contenido científico, sitios de “cómo funciona”, hasta National Geographic y Wired, todos habían publicado intentos de analizar el fenómeno legitimando así la locura.
Los más escépticos afirmaban que la variación era un efecto de la pantalla utilizada para visualizar las imágenes. Otros creían que se debía al procesamiento visual de arriba-abajo, o sea, el procesamiento visual con base en conceptos, y no en datos. El cerebro frecuentemente ve lo que espera ver, y eso está largamente demostrado por los juegos de ilusión de óptica.
La hipótesis era rechazada por los que consideraban imposible que algo azul cobalto se viera blanco, por más cabezota que fuera el cerebro de uno. Para ellos, era más probable que el fenómeno se debiese a la constancia del color – los colores no cambian jamás, pero el contexto de la misma imagen o del ambiente del espectador (sala oscura, aire libre, etc.) pueden alterar nuestra percepción de ellas.
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No es que yo sea un genio, ni nada por el estilo. Mucha gente buena – y no tan buena – ya ha hablado de la volatilidad y de la subjetividad de lo real, de Alan Watts y Einstein a Fellini y los hermanos Wachowski, pasando por todos los maestros de la física cuántica y sus hijitos bastardos, los gurús de la autoayuda. O sea, que no reivindico el mérito de la percepción. Sin embargo, merezco reconocimiento por el oportunismo.
En Montardit de Dalt, un pequeño pueblo de Sort donde no entran coches, hay no más que una veintena de casas. La más intrigante de ellas es una maciza construcción de piedra metida en un hueco de la montaña, donde el sol solo llega en lo más alto del verano y aun así solo durante mitad del día. Se llama La Mola, debido a que está al lado de un pequeño riachuelo que corre tambaleante y ruidoso por el terreno accidentado, y que en un pasado más o menos remoto movía un molino harinero.
Pero La Mola siempre fue mucho más. De templarios refugiados a hippies, pasando por una versión new age de los cátaros en los años 80 del siglo XX, aquellas paredes acomodaron todo tipo de utopía y las más variadas expresiones del delirio. Excepto por algún cacharro que se proponía, con más o menos éxito, a hacer menos dura la durísima vida en el valle, poco había cambiado en sus siete siglos de historia. Hasta que llegaron los Ancestrales.
La estructura de la casa seguía igual, aunque metieron todo tipo de cable por sus entrañas y extraños dispositivos por el tejado y el terreno, todos mirando al cielo como enormes orejas de silicio. En lo demás, seguía igual. Los huertos, la vida comunitaria, la variedad de procedencias, etnias y motivaciones de sus habitantes… de hecho, en común no tenían casi nada, a excepción de que todos meditaban diariamente y ninguno de ellos nunca, jamás, llevaba gafas.
Cuando la cosa realmente empezó a ponerse fea y nadie más podía decir con seguridad qué era azul y qué era blanco – o peor, qué era un puente y qué era un precipicio – vi más allá de la locura y de la desesperación.
Como ha ocurrido con muchas ideas revolucionarias, la mía ha salido a la luz de forma totalmente prosaica. Toda una vida de empollón que no se comía un rosco había forjado dos trazos básicos de mi personalidad: una comprensión descomunal de la física aplicada, y una importante demanda sexual no atendida. Así que decidí combinar las dos cosas para alcanzar el objetivo máximo de todos los grandes revolucionarios: echar un quique.
Aprovechando el laboratorio de la Uni y unas nociones rudimentarias de programación, cree un par de gafas que estabilizaban la realidad. Bueno, de hecho lo que hacía al inicio era básicamente sustituir las imágenes captados directamente por el ojo humano por otras pre-grabadas. Así, si estabas, por ejemplo, en Plaza España, y el asfalto que circunda la fuente monumental se transformase de repente en un río de sangre, las gafas aislaban la pesadilla, poniendo en su lugar antiguas y reconfortantes imágenes de tráfico.
Ni falta hace decir el efecto que eso producía en las personas en general y en las chicas en particular. Verdad que las gafas no funcionaban con cualquiera. Uno tenía que renunciar totalmente a la visión natural y solo quitárselas para dormir. Si te ponías nostálgico, poético o místico y las sacaba de vez en cuando la cagabas. Era necesario pasar el máximo de tiempo en el mundo estabilizado, de preferencia todo el tiempo en que estuvieras consciente. No solo para absorberlo sino también para evitar el reajuste que el cerebro estaba obligado a hacer al pasar de la realidad a la estabilidad. Un par de chicas muy buenorras han petado justo antes de que las pudiese pillar.
Felizmente, las locas románticas siempre han sido una minoría. Yo follaba como un campeón, más contento que un niño en una tienda de chuches, y así seguiría si no fuera por mi mejor amigo, un programador friki que curraba en una startup dedicada a crear juegos para Facebook.
La mujer rubia abrió la pesada puerta de madera con dificultad, apenas dejándole espacio para pasar. No hablaron, ni falta que hacía. La cama estaba hecha, las sábanas, limpias, todo según reza la etiqueta. Hubo un beso entre dudoso y hambriento, también ello parte del ceremonial. Luego la puso de espaldas y ella se dejó plegar sobre el viejo escritorio, donde se apilaban papeles y libros.
Fue un polvo preciso. Ritmo, temperatura, presión… él sabía dónde y ella sabía cuándo. El calor se expandía en olas y esas olas eran como las del mar, un ir-y-venir entre la caricia y el golpe, llenando los oídos y salando el alma. Jamás intentaron resistir a la corriente. Cuando bajó la tempestad y el mar se levantó hasta el cielo, se dejaron ahogar. Paz.
Exhaustos, se dejaron caer en la pequeña cama, los cuerpos en cuchara, él con los pies colgados, aun con las botas puestas. En el espacio entre ellos no cabría un pensamiento. Pero nadie osó un abrazo.
Más grande, más profesional y desde luego mejor follado, mi amigo se percató rápidamente de que mi idea daba para mucho más que algunos chochos. Con un par de huevos (los suyos), la presentamos a media docena de inversores y ángeles hasta que uno de ellos nos dio la luz verde y algunos miles de euros para poner la cosa en marcha. El hecho de que estuviéramos en medio al boom de la Internet de las Cosas fue la guinda del pastel.
En un año teníamos cien programadores trabajando desde Palo Alto hasta Bangalore. Las imágenes pre-grabadas se han sustituido por imágenes capturadas y reestructuradas en un servidor gigante que las mandaba de vuelta a los aparatos en tiempo real. En dos años, habíamos entrado en el segmento de dispositivos de estabilización infantil y en tres, ya éramos los principales proveedores de estabilizadores de sueño, implantes corneales y dispositivos domésticos anti-realidad.
En un cierto punto, la cosa se hizo demasiado grande para mi colega, y acabó patéticamente colgado de su propio cinturón, atado en el pomo de un armario empotrado. Hay gente que está demasiado apegada a la propia percepción…
En fin, los que adaptan, sobreviven, y los que consiguen que los demás se adapten, esos son la bomba. En un par de horas, inauguraré el más ambicioso de mis proyectos – Arcadia, la primera ciudad 100% estable del mundo. Construida en una enorme llanura del Empordà, ella está justo al lado del Learyplex, nuestro centro de mando, y es la prueba definitiva de que Girona es para los años 30 lo que Silicon Valley fue para el inicio del milenio. Bajo el cielo apocalíptico e inestable que me cubre, puedo decir, sin miedo a equivocarme, que la única verdad indiscutible es que soy una especie de rey.
Aún no había salido el sol cuando se fue, cerrando la pesada puerta de madera tras de si. Llevaba una pequeña linterna a pilas, pero no iba a utilizarla. Aunque no conociera de memoria el sendero, sesgó hacia el aparcamiento del pueblo, no haría falta ninguna luz. El cielo estaba plagado de estrellas muertas y las que aun vivían explotaban una tras otra a intervalos irregulares, encendiendo el paisaje como cañones de luz.
El grupo marchaba en silencio, dejando atrás La Mola. Él sentía su propio peso mientras avanzaba. Le gustaba esa sensación de solidez. Posó la mano sobre el puño del cuchillo albergado en su cinturón. El contacto con el cuero gastado tuvo el efecto de una descarga eléctrica. Recordó otra noche como aquella, igual en todo, menos en los ruidos. Había el mismo silencio limpio y seco de ahora, pero a cada rato era invadido por aullidos de dolor y gritos de histeria.
Siguió avanzando, aunque los sentidos se le empezaban a barajar. Un olor penetrante a jazmín y sangre invadió el aire y el mareo casi le pudo. Una vez más ella se le apareció delante de los ojos. No lo miraba a él, sino al río que seguía con su murmullo algunos metros más abajo. Lo miraba hipnotizada y etérea, jadeante del esfuerzo, la cara lavada por las lágrimas. La imagen se alejaba a cada paso que él daba. Sin embargo, la distancia entre ambos jamás se alteraba. Miraba el río y se inclinaba hacia él para luego volver atrás e inclinarse una vez más, un paso adelante, otro atrás, en un bucle enloquecedor.
Empezó a respirar de forma más pausada y profunda, esforzándose por no aflojar el ritmo con que avanzaba. Las voces se multiplicaban en su cabeza y se confundían con los ruidos del bosque y los pasos de sus compañeros. No era el momento para pensar en lo que era real. Solo podía concentrarse en lo que era necesario. Sin darse cuenta, empezó a repetir una oración aprendida de niño, en los veranos en la casa de la abuela. En cuanto acababa, volvía al inicio, y así fue cazando el aire que entraba y salía de su cuerpo con aquella extraña plegaría, hasta que llegaron a los coches.
Arrancaron en la noche oscura rumbo al sureste.
Con las Leary puestas, entro en mi majestuoso closet, pisando la alfombra densa y suave. Paro en el centro y hago lentamente un giro de 180 grados. Como molan esas gafas… Cada fibra de tweed, cada ínfima trama de seda se insinúa delante de mí, intentando atrapar mis sentidos, presumiendo de precisión y autenticidad casi obscenas. Puedo adivinar el punto exacto donde el verde se convierte en azul en aquella corbata degradé, identifico cada pespunte de las botas de piel de serpiente y las siluetas y los planos en que cada pieza se encuentra son perfectamente distinguibles.
Si no fuera por ese pequeño bug que acaba de proyectar un fantasma grandullón y huidizo cruzando la puerta con un cuchillo en la mano, diría que he alcanzado la perfección. La realidad nunca ha sido tan real.