
Me da igual lo que pensáis, a mi todo eso me huele a delirio. Si no, hagamos las cuentas: 5 personas, de las cuales dos son niños, y las otras tres mocosos recién-entrados en los 20, 3.000 quilómetros de ida y vuelta y 4 días de viaje por las carreteras de un país de tercer mundo. Y yo. El Coche.
Verdad que no soy un coche cualquiera. No, señor, de eso nada. Cuando me sacaron al mercado hace nada más 5 años con un anuncio premiado en tres continentes, la gente se volvió loca. ¡El primer vehículo nacional de motor plano, con nada menos que 65 caballos de potencia y no uno, sino DOS maleteros! Ni siquiera osaron referirse a mí como una ranchera. Era un station wagon y punto.
Bueno, lo sigo siendo, aunque no me traten como tal. Mis maleteros, por ejemplo, están vergonzosamente desaprovechados. Si no fuera por la neverita de Telgopor donde guardan el agua y la leche en polvo de la bebé, mi carga se resumiría a dos mochilitas desangeladas y una bolsa de tela con muñecas, tres libros y una caja de lápices de colores. Para colmo, la niña se marea cuando lee en movimiento y por poco no acabo vomitado. Bestias.
Os preguntaréis quien ha sido el adulto que aprobó este emprendimiento. Sólo os digo una cosa: son todos parte de la misma familia, mamá, papá, bebé, tío y tía. Sí, la tía es la niña, que está a punto de cumplir 9 años, y el tío es ese hippie peliagudo que acaba de entrar en la universidad sabe dios como. Si no hay otros adultos en esa historia es porque están demasiado ocupados intentando no perder la casa, el coche y el cuello bajo las órdenes de los Uniformados.
¿Y pensáis que alguien se importa? Se dedican exclusivamente a escuchar la radio a todo volumen donde llega la señal, cantar a grito pelado donde no llega y a conducir, conducir, conducir, hasta que toca hacer el biberón o llenar el depósito. La bebé siempre rechista, no le gusta comer, y a la mamá se le tensan todos los músculos de preocupación y culpa, porque nunca le ha salido lo de dar la teta. Pero entonces alguien se mete con la niña, que se toma una lecha achocolatada a cada parada para biberón, le dicen la “Cacaolatica”, y de pronto están todos carcajeándose como tontos.
La niña se ríe también, le importa un bledo que se metan con ella, sospecho incluso que le gusta, pero a mí me da rabia, porque es la que mejor me cae. Si no, veamos.
El papá y mi supuesto propietario es el típico machote espacioso con superávit energético. Habla fuerte, pisa fuerte (que lo diga mi acelerador), parlotea hasta con los cactos y no para de elucubrar tonterías como este viaje. La mamá es linda y cariñosa y casi no pesa, la verdad, pero la veo demasiado complaciente. Y el tío ese no hace más que buscar “Detalhes” de Roberto Carlos en la radio y cambiar de marcha como si no hubiese mañana.
Dice que siempre prefiere conducir por la noche, pero a mí no me engaña. Lo que quiere es no tener que parar para dormir y llegar lo más pronto posible para demostrar a la (ex)novia que no es un capullo vago e infiel, sino un caballero andante capaz de cruzar el país para recuperarla.
Pero, bueno, la niña. Es medio regordeta – no me extraña, con tantos Cacaolats… – y tiene el hábito un poco irritante de pegar sus chicles masticados bajo mis impecables asientos de piel sintética (¡de la buena!). Desde que escuchó que algunos niños se atragantan con chicles, su mamá ya no le deja siquiera acercarse a eses dispositivos mortíferos, pero ahora su mamá está muy lejos y me he convertido en una especie de reino de la anarquía. Lo dicho: barbaros.
La bueno de la niña es que tiene esa manía de interrumpir las conversaciones con las preguntas más desconcertantes. Quiere saber dónde vive esa gente que arma paraditas de fruta en las banquinas de la carretera, en mitad de la nada; o cómo es que niños tan flacuchos pueden tener esas panzas tan enormes; o por qué el tío de la gasolinera habla como si estuviese cantando y los del bar donde pararan para mear y comprar bocadillos siempre dicen “sô” después de cada frase. Y cuando no recibe una respuesta que le satisfaga, se inventa sus propias justificaciones.
También me gusta cuando paramos para el biberón en algún lugar más boscoso y nos quedamos un poco más y entre todos juegan a la pelota y a la niña la levantan y la sacuden y le hacen cosquillas y ella suelta esa risa larga y aguda y sollozante y son todos tan felices y cariñosos que casi dejo de odiar estar aquí.
Mientras la carretera se va haciendo más empinada y los paisajes más verdes, el cansancio asoma y los mayores empiezan a hacer más siestas y quizás a dudar, pero entonces su vocecita de pito rompe el silencio y las divagaciones peligrosas. Es solo cuando finalmente llegamos a nuestro destino que el sosiego se instala y entramos en esa especie de sueño.
Los ojos acostumbrados al sol abrasador y los horizontes despejados se achinan delante de la neblina y de la vegetación espesa. Los árboles son altos como palmeras, pero sus copas se asemejan a triángulos y están tan pegados el uno al otro que es casi imposible imaginar lo que hay más allá de ellos. Es que además hay tantas curvas…
Concentro mis fuerzas en trepar por esa caracola imprevisible escuchando nada más que mi propio yo exhausto y la respiración expectante de la niña. Tiene los ojos muy abiertos y la nariz pegada al cristal de la ventanilla. De vez en cuando se voltea y busca la mirada de la hermana, que lleva el bebé en brazos a su lado. Se sonríen calladas y retornan a sus ventanillas.
Después de mucho subir, nos metemos en una carretera secundaria y bajamos un rato. Llegamos a un claro del bosque donde hay una casita medio oculta por lapachos rosados y más arriba, equilibrada en un peñasco, una casa ancha y geométrica rodeada por un porche. Los padres de la ex-novia se encargan de cuidarla y salen de casa nada más escucharnos, porque la temporada está a punto de terminar, los patrones se marcharon hace un par de días y no suelen recibir visitas.
Combinan con el paisaje: altos, silenciosos y en tonos pasteles. La niña parece maravillada con la lentitud de sus gestos y sus caras angulosas y albas, donde no se divisa un poro siquiera. En vez de recibirlos con abrazos o una palmadita en la espalda les estrechan las manos con timidez. Y entonces sale ella, con su pelo largo y rubio bailando por todos lados y grititos de incredulidad y alegría. Salta en el cuello del hippie peliagudo, la niña les abraza por las piernas y los viejos invitan todos a entrar.
Tuve solo un día de descanso y ahora, además de una pasajera extra, tengo que aguantar la peste de eisbein con chucrute de las fiambreras. Pero quizás porque viajamos cuesta abajo o porque la niña ronca suavemente en el regazo de la novia, ese viaje ya no me parece tan mal.