A mí me sonaba que el piso era pequeñito, pero abríamos puerta tras puerta y aquello parecía que no se acababa jamás. Así íbamos los tres, cruzando portales, visitando salas, baños, habitaciones de todos tipos… Siempre los tres, la pequeña familia. Lo que faltaba en lazos sanguíneos sobraba en sentimientos ambiguos, intrigas y amor incondicional.
Ahora estábamos allí, visitando el primero inmueble que se compraba él. Nosotras nos turnábamos en alabanzas y sugerencias – que si quitar una pared, que si poner una puerta de cristal – todo con el máximo cuidado de no alterar el equilibrio. El momento era de él, protagonista absoluto, y como solía ocurrir en eses casos, nos tocaba mimarlo discretamente, sin dejar que ninguna otra demanda se impusiera.
Era difícil mantener la armonía, de todas las geometrías del querer, lo triángulos siempre han sido la más conflictiva. Pero aquella tarde – estaba totalmente segura de que era por la tarde, aunque las estrechas calles del Raval filtrasen la luz al máximo – lo estábamos haciendo do puta madre. Y así, en total tranquilidad, siguió la visita, hasta la última habitación.
Al contrario de las anteriores, esa tenía muebles. Muebles, no, una cama doble y bajita, con unas sábanas de estampado desvaído, apretujada entre cuatro paredes entre las cuales cabía poco más. Deslicé por la puerta, como que estudiando el espacio para un armario. Los dos se dieron la vuelta del mismo portal.
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Aquella falta de interés, aquella prisa en concluir el idilio que me llenaba de orgullo tuvo un punto de amargor. Pero por una vez, paré, pensé y abracé la casi siempre incomprensible causa del bien común. Di la vuelta con gran comodidad, pese el espacio limitado, lista para seguirlos alegremente. Pero ya no había tiempo.
Una mano implacable, salida de no sé dónde me agarró por detrás, tirando de mi camiseta. Intenté resistir, un intento patético. Aquello era como un imán gigante, y yo, un pequeño tornillo herrumbroso. Vi a los dos alejándose, mientras hablaban sin darse cuenta. Estiré los brazos en su dirección, pero a aquella altura el tabique cutre de hace dos minutos ya se había transformado en un agujero negro, y de los más cabrones.
Abrí la boca al máximo, sólo para darme cuenta de que no era capaz de emitir ningún sonido. Tiraba para adelante e tiraba para dentro – todo el aire que podía chupar, en búsqueda de un aliento que no venía jamás. El miedo me quemaba la cara, la garganta y las venas. Cuando finalmente vino, el grito brotó crudo, una voz que no reconocía, salida de alguien que era más yo que yo misma. Abrí los ojos, me toqué el cuello mojado de sudor y tiré lejos el edredón empapado.
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