La calle era estrecha y sinuosa, el suelo aun mojado por las mangueras de los barrenderos, que a cada mañana intentaban, en vano, apagar el rastros de los turistas. El sol, que brillaba soberano en todas partes, no osaba bajar a aquellos rincones. A cada costado, se erguía una fila de edificios grises y inclinados, que se apoyaban unos a los otros como ancianos muy cansados, impidiendo el pasaje de la luz.
De la mano de su padre, la niña no entendía que hacían en un rincón tan lúgubre. Hacía no más que unos minutos y un par de manzanas, la vida era todo color y alegría. El sol brillaba sin pegas, escurriendo con gracia por entre las hojas de los plataneros. Las gentes eran un espectáculo a parte, de todas las formas y tamaños, pelos, pieles, risas y hablas tan distintas que uno jamás se aburría. Coches subían y bajaban, camareros deslizaban entre ellos como hábiles bailarines, sin que sus bandejas siquiera temblasen.
Al inicio todo aquel follón le había dado un poco de miedo, pero luego se dio cuenta de que era aquello que había venido a ver cuando se subió al tren de cercanías aquella mañana de sábado. Era un día especial, eso estaba claro. A cada sábado, su padre la llevaba de paseo, mientras la madre se iba a la pelu o a desayunar con las amigas. Alguna vez iban incluso a caminar por la montaña con otros padres y niños. Pero era la primera vez que se montaban en tren, los dos solitos, para descubrir un mundo nuevo. Y como se no bastara, su padre le había dicho de camino: “no te lo vas a creer”.
Y realmente no lo creía. No creía que, con todo aquello pasando a tan solo un par de manzanas, tenía que perder el tiempo con una callecita tan desangelada. El padre tiraba de ella, que caminaba cada vez más lentamente. Un hombre delgado de pelo raro en una bici que le iba demasiado pequeña pasó a toda pastilla a medio centímetro de ella. El susto hizo con que se espabilase, pero no le mejoró el humor. Caminaba más rápido, pegadita al padre, con la cabeza baja, rezando para lo que fuera que estuviesen haciendo acabara pronto.
Fue allí que lo vio. En vez del suelo gris, mojado y mugriento, tenía delante de si un tablero de damas. Los cuadros negros eran brillantes y los blancos, más bien dorados. Un muñeco con una gran cabeza calva y camisa de rayas apoyaba la mano en la pared, para que no se inclinara hacia delante como sus compañeras de calle. Su padre le animó a dar un paso adelante, pero aún no estaba lista. Había tanto que entender antes de pisar aquel misterioso territorio…
Por ejemplo, qué hacía aquella A roja inmensa colgaba sobre las cabezas de los visitantes? Y los escaparates? Estaba claro que aquello era una tienda, un comercio o algo por el estilo, pero en los escaparates no había juguetes, ni zapatos, ni lencería de señoras… ni mismo una longaniza o una pata de jamón. El género de eses excéntricos comerciantes estaba compuesto de cabezas sin cuerpo, bicicletas de una sola rueda, dientes que salían de bocas muy rojas que no pertenecían a ninguna cara, malabares, espejos, pelotitas pequeñas, otras gigantes y así por delante y más allá, hasta el punto en que la niña, mareada, dejó de mirar. Respiró hondo y mirando arriba hacia el padre, dijo: vamos.
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Hasta que, con las mejillas en fuego y el corazón saltando, dio con una gran cabeza en papel maché. La pieza, abandonada en el suelo, casi la alcanzaba en altura. Tenía los mismos rasgos marcados de sus compañeros del escaparate, el aspecto expectante, las cejas arqueadas, los ojos saltones. Pero mirándole así tan de cerca, la niña vio algo más. Aquella cabeza de papel maché estaba viva y, sin mover la boca o emitir un sonido siquiera, podía contarle cosas.
Se pasaron minutos, quizás horas – o serían días? La niña y la cabeza detuvieron el tiempo, le dieron la vuelta, y todas las almas presentes, animadas o no, esperaran respetuosas. La niña, ya no más mareada, ya no más excitada, se entregaba entera al silencioso relato, viajando con él. Por sus ojos pasaron coches de caballos, desfiles callejeros, bufones y señoritas con faldas muy largas y sombrillas pequeñinas. Escuchó gritos de alegría y también bombas y llanto. Se dejó llevar por las décadas hasta que escuchó la voz de su padre. Era hora de ir.
No hubo rabietas ni quejidos. La niña recogió su bolsita de recuerdos coloridos, agradeció educadamente a la señora morena, tomó la mano de su papá y salió en silencio. Solo miró hacia atrás después de alejarse un par de metros. Fue allí que se dio cuenta de un cartel colgado en la fachada donde se leía: “El Ingenio liquida per jubilació”.