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Autor: webmaster

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Things need not have happened to be true.

Tales and adventures are the shadow truths that will endure when mere facts are dust and ashes and forgotten.

 

Neil Gaiman was born in Hampshire, UK, and now lives in the United States near Minneapolis.

His first book was a Duran Duran biography that took him three months to write, and his second was a biography of Douglas Adams, Don’t Panic: The Official Hitch Hiker’s Guide to the Galaxy Companion.
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Violent Cases was the first of many collaborations with artist Dave McKean. This early graphic novel led to their series Black Orchid, published by DC Comics. The groundbreaking series Sandman followed.

Gaiman is married to Amanda Palmer who sings in The Dresden Dolls.

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Tiger Phone Card

Ni dos, ni tres. Dieciséis. Años. Años! Vale, no será la primera vez. Pero la otra era diferente. Viaje sabático, lejos del mundo real. Y con doce años menos. Una cosa es darse una vueltecita con un veinteañero cuando tienes treinta y siete. Por más que la vueltecita dure meses y te enamores y él se enamore aún más, por más que haya drama y aburrimiento y celos, por más que se vea claramente que eres una mamacita un poco pervertida, todo aun es fresco, aun eres fresca, te estás divirtiendo, te da igual si no dura (de hecho, el no durar ya es parte del plan) y el futuro es aquél de las posibilidades infinitas.

El teléfono suena por quinta vez en quince minutos. Es que esa gente nunca ha oído hablar de emails? Si los contesta nada más los recibe, coño. Pone el móvil en silencio e intenta concentrarse. Doscientas fotos para corregir en Photoshop. Tres horas para hacerlo. Una carrera contra el tiempo. Pero puede hacerlo. Ya lo ha hecho. Es un tío cojonudo. Sólo tiene que centrarse. Olvidarse de que está corriendo. Olvidarse de porque está corriendo. Y entonces se acuerda. La sonrisa, que nunca sabes si es de dulzura o de broma. Las manos tan pequeñas. La cara limpia y el esmalte rojo en los deditos de pies perfectos. Esa manera de tocar tu cuello antes de besarte la mejilla. El olor. Y las tetas.

Cuarenta y nueve. Casi cincuenta. Se mira al espejo, inventariando arrugas y estirando flacideces. No es que esté mal. Para su edad, es decir. Según Facebook, fue Mark Twain el que dijo que sabes que estás envejeciendo cuando tus amigos empiezan a comentar lo bien que estás para tu edad. Gran Mark jodido de los cojones. Mira dentro del armario otra vez. Ya no queda casi nada, toda lo que tiene está amontonado sobre la cama, de las bragas a los zapatos. Y todo es una puta mierda. Meses esperando una invitación para un café y cuando llega, todo lo que tienes para vestir parece sacado de los contenedores de Cáritas.

Le da a enviar y salta el circulito con los colores del arco-iris, girando y girando. Sin salir del lugar. Intenta no ponerse histérico. Decide ser práctico, proactivo, ya sabes. Cambia la camisa, lava la cara, cepilla los dientes. Y el circulito girando. Coge la mochila, quita los trastos que no hacen falta, da vueltas buscando el casco. El circulito girando. La duda entre reiniciar y esperar le está matando. “Forzar salida”. Dónde está el puto casco?

This is the clear mechanism of an erection. best price vardenafil In this case, online pharmacy takes an order without any prescription. cialis price rx viagra This results in changes in behaviour and thinking pattern. Do not hesitate to get all the details that you need. brand viagra without prescription Abstraer. Hay que abstraer. Dejar fluir el torrente de pensamientos escabrosos como si nada. Respirar. O quizás poner una musiquita en Spotify? Da al botón de aleatorio y salta una voz de chico dulce, seguida de una vocecita aguda con acento oriental : “You live in Phnom Penh/You live in New York City/But I think about you so, so, so/So much I forget to eat”… Jo-der. Si esa no es una de esas señales de las que hablaba Paulo Coelho… Saca una camiseta blanca de bajo de la pila, la estira con las manos en el ultimo rincón libre de la cama, la pone. Mete la mano por el escote y acomoda el contenido del sujetador. El pinta-labios es el Russian Red de Mac, cómo no? Siente que está lista y sale por la puerta, mientras el corazón intenta saltarle por la boca.

Que majo el tío del marketing. Quizás demasiado majo. Podría haber acotado la amabilidad en dos tercios para que no tuviera que volar de Sant Gervasi al Raval en doce minutos y medio. Pero, mira, otro encargo mañana. A las ocho. Hasta las doce. De la noche. Dieciséis horas registrando el futuro, cacharros minúsculos que sirven para dominar el mundo, hombres de corbata, empollones con bambas VAN, todos hablan en cifras millonarias, las señas de conectividad, interactividad, globalidad. El mundo ya no dormirá jamás, ni los ojos de nadie se cerrarán y sus imágenes no serán más que un puntito minúsculo en un caleidoscopio gigante. Pero es pasta.

La Rambla del Raval huele a kebab y hachís. Niños magrebís tiran una pelota que ya ha visto mejores días, jóvenes y no tan jóvenes de distintos colores pasan en bici y todos los bancos están ocupados de gente que habla y ríe. Algún coche de la urbana pasa de vez en cuando, pero a nadie parece importarle. Tanta nonchalance la llena de calma y el solecito de final de tarde le calienta el corazón. Como si no hubiera mañana, no es lo que dicen? Gira la cabeza como en camara lenta. Y le ve. El hombre, grande y sólido y algo patoso, la sonrisa interminable, ojitos azules-felices bajo cejas de Groucho Marx, pelos por todos lados. Un casco colgando del cinturón, pegándole ostias mientras anda rápido, con cara de loco. Otro casco en la mano. Un niño delgadito con cara de duende chilla del otro lado del gato de Botero. GOOOOOOOLLLL!!!!

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La primera danza

Me he ganado un cáncer”, dijo alegremente, con dos palmaditas en las rodillas, mientras se inclinaba hacia delante. En su cara, había una sonrisa larga y serena, aunque sus ojos brillaban de forma un tanto excesiva. “Aquí”, dijo, con más dos palmaditas.

Un silencio plúmbeo se arrojó desde el cielo con la gravedad de mil Júpiters y se despedazó en el suelo hidráulico, levantando un humo envenenado. Si aun estuviesen los dinosaurios, hasta allí hubieron llegado – muertos intoxicados.

Hubo, claro, quienes pensaron que escuchaban mal. Alguien dejó escapar un ruidito casi inaudible, una cosa patética que se equilibraba entre el susto y el hipo. Ojos saltaron de sus órbitas, girando atontados, sin saber si mirar o huir. Algunos empezando a llover, otros tan solo encubiertos por una tenue niebla gris. Lo típico.

Incluso sobre ella, tan amante de las excentricidades, el golpe se abatió como el cliché más trivial. Sus manos, gélidas y húmedas, los pelos de la nuca en punta, las orejas hormigueando, el nudo en la garganta.

Quería tirarse al suelo, gritar hasta la ronquera, golpear con puños y pies, tirarse de los pelos, rasgarse la ropa, arrancarse los ojos… lo que fuera, con tal que le quitara esa risa ridícula de la cara. Luego, él vendría a recogerla, cariñoso, y firme, sus brazos cansados pero aun fuertes ejerciendo la presión amable y omnipotente del amor.

Le calmaría la rabieta, como había hecho tantas veces, le haría sentir tonta y protegida, pondría orden en su caos. Y finalmente ella podría respirar.

Pero no. Aquel hombre no estaba por la labor. Lo suyo no era calmar rabietas. No recogería la niña del suelo, no le escucharía los chillidos, no le hablaría con ternura. Sus ojos miraban más allá, hacia un horizonte lejano, violentamente teñido de naranjas y rojos, oliendo a salitre y peligro.
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El salón del acomodado piso del Eixample era poco más que el andén sucio y gris de una estación de mala muerte. Él allí no se quedaría más de lo necesario. El mensaje se había entregado, el trabajo estaba concluido y tenía más cosas que hacer.

Ella lo leía todo, no era que le viera partiendo, es que ya no estaba allí. Se había ido y ya no volvería, y su corazón de madre, de hija, de niña se le desgarró con el dolor de todas las mujeres de todos los tiempos.

En mitad de su desespero, mientras luchaba con los caballos y dragones que invadían su alma, sus miradas se cruzaron. Fue solo un instante, un “te veo” de bono, una gentileza por los viejos tiempos, un gesto de caballerosidad. A ella le dio rabia, aquello era como una coña. Pero le permitió recuperar el aliento.
No es que a aquél hombre le faltara cariño. Todo lo contrario. Su cuerpo macizo, era como un roble muy antiguo y la savia que le atravesaba las venas no era más que amor. A todos los que allí estaban – y a una en particular – les quería con locura. Pero no estaba dispuesto a hacerles caso.

Se levantó de la silla disfrutando de su fugaz habilidad, con una ligereza al borde de la indecencia. El silencio ensordecedor y mal oliente seguía pairando como la peste sobre todos los demás. Y el muy cabrón empezó a silbar.

Silbaba y chafardeaba entre cientos de vinilos impecablemente dispuestos en una estantería. Buscó y buscó, interrumpiéndose alguna vez, poniendo una mano en la cintura o tocándose la barba gris con gestos de quién solucionaba un enigma. Empezó a volverse, como se fuera de repente soltar un trivial “sabéis donde está…”, pero desistió a mitad de camino.

Una mujer mayor empezó a llorar, y el llanto le salió como una explosión. De repente todo se movía, sillas arrastradas, susurros, gemidos. Ella no pudo más. Se levantó y salió con un portazo. Pero él ya había encontrado lo que buscaba. Equilibró la aguja entre el pulgar y el índice, dejó que cayera suavemente sobre el plato negro, y empezó a bailar.

La fiesta

Entré en el salón con la mirada perdida, evitando ostensivamente el rincón donde estaba, pero vislumbrando sin sombras de duda su presencia. Allí, sentado, un poco oculto por el movimiento, un poco fuera de tono en una conversación banal, mientras la gente iba y volvía, vasos en la mano, pupilas dilatadas, deslizando por la música y los murmullos, en definitivo modo apareamiento.

Todo eso lo vi con mi visión periférica en un cuarto de segundo. Sí. Las mujeres somos ninjas. Me di la vuelta antes que hubiera contacto visual y me enchufé en la primera cara conocida. Era esa chica guapísima, la más guapa de la fiesta, seguro, quizás de la ciudad, quizás del país. Pero, como en la canción de White Stripes – o sería Burt Bacarach? – no sabía qué hacer con ella misma. La adicción a la atención de los demás produce monos tan deshumanos como el peor caballo.

Pero a mí me fue de puta madre, porque ella de repente era un alma gentil, super-interesada en enseñarme el otro salón donde había una mesa de bebidas. Bueno, mesa de bebidas es un decir. Había muchas botellas, la mayoría de ginebra, pero estaban casi todas vacías, y el cubo de hielo era más bien un cubo de agua, ya casi templado. Después de tantear en la oscuridad durante unos minutos, conseguí hacerme con unos 3 dedos de Beafeater en los cuales metí dos pedruscos parcialmente derretidos. Pero de soda, ni rastro. Bueno, algo es algo, necesito un vaso en las manos si me voy a acercar, y si lo que contiene me puede entorpecer el cerebro y la vergüenza, mejor.

Pensé en hacer un pit-stop en la cocina, a ver si había alguna soda en la nevera y de paso calmar un poco los nervios, pero… a la mierda. No hay soda que deshaga tanto nudo en la garganta ni que extermine tanta mariposa en la barriga. O bien me los ponía bien puestos o bien me atragantaba. Caminé por el pasillo como Robocop, pisando fuerte, sin mirar a los lados, imparable. Y cagada de miedo.

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A veces parece que nada se mueve. A veces parece que todo se mueve, pero solamente en círculos. En ambos casos, un aburrimiento. Aunque no pasa nada si ese es el precio que hay que pagar por esos momentos en que todo se mueve, en todas las direcciones, no solo se mueve sino que pulsa, sí, pulsa, vibra, vaya subidón, vaya fluidez, vaya PERFECCIÓN.

El miedo se va al carajo, las mariposas se recogen en sus cálidos capullos, los nudos se deshacen, el corazón retoma su ritmo, no el de hace una hora, sino el de hace unos años, el ritmo ese que dictaba la panza de la mamá, los ruidos se integran, los colores se destacan, todo está en su sitio y cambiando de sitio pero no hay de que preocuparse porque no hay peligros, solo hay posibilidades. No hay ansiedad, solo excitación.

Cuando finalmente me acerqué, él me cogió de la cintura y me plantó un beso en la mejilla. Me invitó a sentarnos. Le dije que sí, pero que antes iba a la cocina por un poco de soda. La noche tan solo estaba por empezar.

El abrazo

En un mundo donde la imagen y las medidas anatómicas son las únicas credenciales relevantes del ser, no encuentro nada más difícil que describirme a mí misma. A lo largo de mi historia, me echaron encima lo sublime y lo vil. De símbolo de inocencia a ícono de descaro, me han tachado de todo. Y en cuanto a las medidas anatómicas… es que sencillamente no las tengo. Pero el modo como me ven y lo que piensan de mí es lo menos importante ahora mismo. Lo que os vengo a contar es precisamente del día en que todo eso – y mucho más – ha dejado de tener sentido.

Estaba en un bar y, como suele pasar, rodeada de gente. Con algunos de ellos ya había estado antes. Muchas veces. Tantas, que podía reconocer no sólo sus caras, sino también sus diferentes formas de verme. Ya sabes. Hay gente que te recibe siempre de brazos abiertos, otros están contentos de verte, pero eso les causa una cierta timidez. Aún hay aquellos que no se fían de ti, y los que intentan mantenerte a distancia a cualquier precio, preocupados de que tu mera presencia constituya una señal indeleble de su propia debilidad. Pues eso. Lo mismo me ocurre.

Estaba, por ejemplo, la chica venezolana. Se trata de chica muy, pero que muy femenina. Tienes ojos negros y juguetones, y una boca tremendamente carnuda que está siempre un poco entreabierta, incapaz de abrigar completamente unos dientes quizás demasiado grandes. En vez de caminar, se desliza perezosa, como si una ráfaga la pudiera recoger y llevarla al otro lado del planeta en cualquier momento. Y luego está la voz. Lleva no solo el acento más pijo de Caracas, sino que también ese tono tan particular que la hace hablar exclusivamente por la nariz. La boca participa del proceso solamente con propósitos coreográficos, y las cosas dichas son invariablemente corteses y adecuadas a la ocasión.

No le caigo particularmente mal. De hecho, siempre me mantiene cerca, como una acompañante oficial o, quizás, un accesorio. Eso sí, está claro que no se fía de mí. Cuando llego, deja que me instale, pero solo a medias. Mira a los demás rápidamente en búsqueda de un veredicto y asume su mejor postura de bienvenida. Solo que no. Se le nota la tensión y la duda. Se ve que el sentido de la situación se le escapa. En suma, que está loca por que aquello se acabe.

Luego está su amiga, también venezolana, también pija, pero muy diferente. No me invita a menudo, y muchas veces lo hace sin ninguna gana, pero a veces puede hacerlo plenamente y, al que parece, de todo corazón. Eso sí, el lado mío que a ella más le complace es mi lado más oscuro. Me asocia a la burla y a la incredulidad. Es a mí que suele buscar cuando se siente resentida. Soy, por decir algo, como su pequeña venganza. Alguna vez ya estuvimos juntas solo por estar, sin escarnio – y por lo tanto sin dolor. Estuvo muy bien, pero no suele pasar.

Es significativo que su pareja, un chico italiano de ojos hondos y pocas palabras, esté tan incomodo en mi presencia. Siempre me recibe con gentileza, incluso una cierta reverencia. No veo en aquellos ojos ninguna desconfianza o falsedad. Lo que pasa es que me desconcierto. Sé que por alguna razón le molesto y aunque no tenga ni idea del porque, creo  en la legitimidad de lo que veo, e intento ser lo más discreta posible.

Eso de la discreción nunca ha sido lo mío. Puedo ser suave, incluso silenciosa. Pero discreta jamás. No se trata de prepotencia ni nada por el estilo. Supongo que tiene que ver con mi naturaleza. Para bien o para mal, soy toda expansión. Fui hecha para ser vista, admirada y temida.

Hay gente que lo entiende. Hay gente que incluso lo utiliza. Como el tío ese al lado del italiano. El hombre es lo que se podría decir un coloso. Alto como un árbol, sólido como una roca. Su cara no es particularmente bella, pero rebosa vitalidad y eso tiene un efecto definitivamente erótico sobre la mayoría de las personas. Él lo sabe, y sabe que tenerme cerca potencia esa calidad. Soy un indicio más de su potencia estremecedora, y aunque me acoja de diferentes formas, todas ellas son grandiosas, ruidosas y absurdas. Todas perfectamente ensayadas para provocar la reacción adecuada en el público.

Puede que parezca cruel lo que digo, pero no es cierto. Amo a toda esa gente y recibo como un regalo la posibilidad de existir en su presencia. Lo que a veces me pone un poco pachucha es precisamente la incapacidad de demostrar mi aprecio como a mí me gustaría. Por eso, aquel día, en aquel bar ruidoso, decidí hacerlo todo diferente.

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De repente, capas de amargura y debilidad, de falsa alegría y prepotencia empezaron a derretirse y desplegarse. Era como la grasa pegada a una olla que se pone bajo el agua caliente. Aquello escurría caudalosamente por la superficie de sus cuerpos, una lava verdosa que olía a agrio y podrido y ahora se acumulaba en el suelo gastado de madera.

La gente seguía hablando y bebiendo, incluso ligando, como si sus cuerpos no se estuvieron desintegrando, como si no se hubiesen transformado en una versión vomitada de sí mismos. Flipé un poco, pero luego me di cuenta. Por debajo del gargajo fétido que les escurría de la cabeza a los pies, sus cuerpos estaban intactos. No solo eso. La lava que bajaba por orejas, brazos y ombligos iba dejando expuestas pieles inmaculadas.

La visión era tan bella que les quise abrazar. Abrazar a todos de una vez, los cuatro, y así lo hice. Al ver mi espontaneidad, también ella tan infrecuente, dudaron por milisegundos pero luego se entregaron sin reservas. Nos unimos en un abrazo cálido, rebosante de alegría y placer. Nos acercamos tanto que, vistos de lejos, pareceríamos uno. Nos fundimos completamente no solo con brazos, sino también con caras, pechos y piernas. Fuimos familia, mellizos, amantes. Mis amigos del alma tenían la cabeza inclinada, la boca abierta, las caras lívidas, algunos incluso lloraban… Era una explosión de emoción genuina, un echar por tierra todas las barreras, un rendirse absoluto. No sé cuanto tiempo duró aquel abrazo tan tierno. Mucho. Quizás demasiado.

Porque de repente, empecé a sentir cierta incomodidad, no de mi parte, sino de los demás. No era nada muy pronunciado, solo un relajar de presión, un cambio de posición o una cabeza que se asomaba como que buscando aire. Poco a poco, esas pequeñas señales se fueron intensificando. Uno empezó a incorporarse y, al ponerse erecto, alejó su cuerpo de la piña. Otra fue como deslizándose hacia abajo, no sé si desmayando o escabullendo. Hasta que ya no pude ignorar la presión que venía de todos lados y cuya intención se había vuelto finalmente clara: romper el círculo.

Aquellos movimientos me llenaron de pánico. ¿Qué hacían ellos? ¿No se daban cuenta de lo sublime de aquel momento? ¿De la plenitud? ¿De la perfección? Humanos e imperfectos. Unos pobres miserables que no sabían de nada y menos aun de su propio bien. Pero si pensaban que podrían irse así, sin más…

Aflojé un poco, no tanto como para que se soltaran, sino para que se relajasen. Era una forma de ganar tiempo y reunir fuerzas. Las busqué en lo más hondo de mi ser, tan hondo que al sacarlas, explotaron como ramas de un roble gigantesco. Rápidamente, enlazaron los cuerpos, que reaccionaron frenéticos. Cuanto más luchaban, mas apretaba. Aquello me costaba lo mío en sudor y lágrimas. Estaba jadeante y exhausta, pero también ellos se estaban debilitando. Incluso el grandullón se tocaba la tripa, contorciéndose y emitiendo gruñidos de dolor. La superfemina finalmente se desvaneció de verdad. Estaba ganando.

El embate duró aun algún tiempo, pero la resistencia caía en picado. Lo sentía, y aun así no podía aflojar. Al inicio me daba miedo que se recuperasen. Hasta que el intervalo entre las reacciones empezó a crecer, su intensidad a disminuir, y se quedó claro que no había vuelta. Aun así, no los podía soltar. Las ramas del roble en que me había convertido tenían vida propia. Ya no me obedecían, si es que alguna vez lo habían hecho. Poco a poco, fui yo misma cediendo al cansancio.

Cuando recuperé la conciencia, el bar estaba vacío y la luz del día entraba por las puertas acristaladas. Grandes clásicos de la movida madrileña seguían sonando en los altavoces y había copas por la mitad en casi todas las mesas. En el suelo, cuatro jóvenes cuerpos yacían inertes, los ojos abiertos, la fisonomía crispada. Salí a la calle, atontada por la luz y tropecé con un mendigo que se apoyaba en la puerta, echando al suelo su cartón de Don Simon. Enfurecido, el hombre de pelo sucio y nariz enorme gorjeó: “¡¿Pero quién coño eres????!”. Soy la Risa, le dije. Aunque eso ahora ya no servía de nada.
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You never know what is enough

UNLESS YOU KNOW WHAT IS MORE THAN ENOUGH

William Blake (London, Nov 28m 1757/Aug 12, 1827)

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