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La primera danza

Me he ganado un cáncer”, dijo alegremente, con dos palmaditas en las rodillas, mientras se inclinaba hacia delante. En su cara, había una sonrisa larga y serena, aunque sus ojos brillaban de forma un tanto excesiva. “Aquí”, dijo, con más dos palmaditas.

Un silencio plúmbeo se arrojó desde el cielo con la gravedad de mil Júpiters y se despedazó en el suelo hidráulico, levantando un humo envenenado. Si aun estuviesen los dinosaurios, hasta allí hubieron llegado – muertos intoxicados.

Hubo, claro, quienes pensaron que escuchaban mal. Alguien dejó escapar un ruidito casi inaudible, una cosa patética que se equilibraba entre el susto y el hipo. Ojos saltaron de sus órbitas, girando atontados, sin saber si mirar o huir. Algunos empezando a llover, otros tan solo encubiertos por una tenue niebla gris. Lo típico.

Incluso sobre ella, tan amante de las excentricidades, el golpe se abatió como el cliché más trivial. Sus manos, gélidas y húmedas, los pelos de la nuca en punta, las orejas hormigueando, el nudo en la garganta.

Quería tirarse al suelo, gritar hasta la ronquera, golpear con puños y pies, tirarse de los pelos, rasgarse la ropa, arrancarse los ojos… lo que fuera, con tal que le quitara esa risa ridícula de la cara. Luego, él vendría a recogerla, cariñoso, y firme, sus brazos cansados pero aun fuertes ejerciendo la presión amable y omnipotente del amor.

Le calmaría la rabieta, como había hecho tantas veces, le haría sentir tonta y protegida, pondría orden en su caos. Y finalmente ella podría respirar.

Pero no. Aquel hombre no estaba por la labor. Lo suyo no era calmar rabietas. No recogería la niña del suelo, no le escucharía los chillidos, no le hablaría con ternura. Sus ojos miraban más allá, hacia un horizonte lejano, violentamente teñido de naranjas y rojos, oliendo a salitre y peligro.
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El salón del acomodado piso del Eixample era poco más que el andén sucio y gris de una estación de mala muerte. Él allí no se quedaría más de lo necesario. El mensaje se había entregado, el trabajo estaba concluido y tenía más cosas que hacer.

Ella lo leía todo, no era que le viera partiendo, es que ya no estaba allí. Se había ido y ya no volvería, y su corazón de madre, de hija, de niña se le desgarró con el dolor de todas las mujeres de todos los tiempos.

En mitad de su desespero, mientras luchaba con los caballos y dragones que invadían su alma, sus miradas se cruzaron. Fue solo un instante, un “te veo” de bono, una gentileza por los viejos tiempos, un gesto de caballerosidad. A ella le dio rabia, aquello era como una coña. Pero le permitió recuperar el aliento.
No es que a aquél hombre le faltara cariño. Todo lo contrario. Su cuerpo macizo, era como un roble muy antiguo y la savia que le atravesaba las venas no era más que amor. A todos los que allí estaban – y a una en particular – les quería con locura. Pero no estaba dispuesto a hacerles caso.

Se levantó de la silla disfrutando de su fugaz habilidad, con una ligereza al borde de la indecencia. El silencio ensordecedor y mal oliente seguía pairando como la peste sobre todos los demás. Y el muy cabrón empezó a silbar.

Silbaba y chafardeaba entre cientos de vinilos impecablemente dispuestos en una estantería. Buscó y buscó, interrumpiéndose alguna vez, poniendo una mano en la cintura o tocándose la barba gris con gestos de quién solucionaba un enigma. Empezó a volverse, como se fuera de repente soltar un trivial “sabéis donde está…”, pero desistió a mitad de camino.

Una mujer mayor empezó a llorar, y el llanto le salió como una explosión. De repente todo se movía, sillas arrastradas, susurros, gemidos. Ella no pudo más. Se levantó y salió con un portazo. Pero él ya había encontrado lo que buscaba. Equilibró la aguja entre el pulgar y el índice, dejó que cayera suavemente sobre el plato negro, y empezó a bailar.

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