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Categoria: myStuff

el abecedario

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La habitación

A mí me sonaba que el piso era pequeñito, pero abríamos puerta tras puerta y aquello parecía que no se acababa jamás. Así íbamos los tres, cruzando portales, visitando salas, baños, habitaciones de todos tipos… Siempre los tres, la pequeña familia. Lo que faltaba en lazos sanguíneos sobraba en sentimientos ambiguos, intrigas y amor incondicional.

Ahora estábamos allí, visitando el primero inmueble que se compraba él. Nosotras nos turnábamos en alabanzas y sugerencias – que si quitar una pared, que si poner una puerta de cristal – todo con el máximo cuidado de no alterar el equilibrio. El momento era de él, protagonista absoluto, y como solía ocurrir en eses casos, nos tocaba mimarlo discretamente, sin dejar que ninguna otra demanda se impusiera.

Era difícil mantener la armonía, de todas las geometrías del querer, lo triángulos siempre han sido la más conflictiva. Pero aquella tarde – estaba totalmente segura de que era por la tarde, aunque las estrechas calles del Raval filtrasen la luz al máximo – lo estábamos haciendo do puta madre. Y así, en total tranquilidad, siguió la visita, hasta la última habitación.

Al contrario de las anteriores, esa tenía muebles. Muebles, no, una cama doble y bajita, con unas sábanas de estampado desvaído, apretujada entre cuatro paredes entre las cuales cabía poco más. Deslicé por la puerta, como que estudiando el espacio para un armario. Los dos se dieron la vuelta del mismo portal.
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Aquella falta de interés, aquella prisa en concluir el idilio que me llenaba de orgullo tuvo un punto de amargor. Pero por una vez, paré, pensé y abracé la casi siempre incomprensible causa del bien común. Di la vuelta con gran comodidad, pese el espacio limitado, lista para seguirlos alegremente. Pero ya no había tiempo.

Una mano implacable, salida de no sé dónde me agarró por detrás, tirando de mi camiseta. Intenté resistir, un intento patético. Aquello era como un imán gigante, y yo, un pequeño tornillo herrumbroso. Vi a los dos alejándose, mientras hablaban sin darse cuenta. Estiré los brazos en su dirección, pero a aquella altura el tabique cutre de hace dos minutos ya se había transformado en un agujero negro, y de los más cabrones.

Abrí la boca al máximo, sólo para darme cuenta de que no era capaz de emitir ningún sonido. Tiraba para adelante e tiraba para dentro – todo el aire que podía chupar, en búsqueda de un aliento que no venía jamás. El miedo me quemaba la cara, la garganta y las venas. Cuando finalmente vino, el grito brotó crudo, una voz que no reconocía, salida de alguien que era más yo que yo misma. Abrí los ojos, me toqué el cuello mojado de sudor y tiré lejos el edredón empapado.

El vestido y el fallo en la matrix

El cielo cambia frenéticamente de color, emitiendo ruidos de sonar mientras ovejas y farolas lo atraviesan a toda pastilla. Lo veo desde la azotea, tirado en una tumbona, mis novísimas gafas Leary, aun en versión beta, reposando en la mesita Mizutani, al lado de la copa de vodca-lechuga. La atmósfera produce un ligero torpor, una especie de templada pereza. Es inevitable recordar con ternura el remoto año de la gracia de 2015.

Por aquellas épocas, aun cursaba las últimas asignaturas de la carrera de Ingeniería y ocupaba una habitación petada de tebeos y cacharros electrónicos en casa de mis padres. Soldados españoles hacían de mercenarios en Ucrania, frikis del Estado Islámico destrozaban esculturas milenarias en Mosul, y Obama enviaba fuerzas especiales para entrenar a la “oposición moderada” en Siria. Pero podía presentir que las noticias realmente interesantes no estaban en los grandes titulares.

Era en las páginas de sucesos de los periodicuchos de mala muerte, y sitios dudosos esparcidos por la web, que se encontraban incrustadas las verdaderas gemas.

Me acuerdo de una en que un tío se levantaba de repente en mitad de la siesta, cogía un arma de la mesita de noche y empezaba a disparar como un loco, matando a la mujer, al hijo y al perro que dormía al lado. Luego, en la comisaría, explicó que no había estado durmiendo, como se pensaba. Acababa de tumbarse, mirando al techo, cuando un coño gigante colgando de una única pierna peluda y musculada le cayó en la cara. Aterrorizado, lo tiró al suelo al tiempo en que se erguía de la cama. Antes que pudiera pensarlo, ya tenía el arma en la mano e iba disparando contra el coño, que esquivaba las balas cojeando con su única pierna peluda (y musculada).

Un jurado popular se decantó por la explicación del psicólogo forense – brote psicótico resultante de la homosexualidad reprimida del asesino. Fotos de chicos depilados en trajes diminutos encontradas en un directorio oculto de su ordenador corroboraron la tesis y el protagonista del ataque al chocho gigante acabó archivado en el loquero local.

El hombre sentado en posición de Lotus era grande y enjuto. Su tórax era ancho y protuberante, los miembros largos, los músculos alongados. La piel parecía pegada directamente a ellos, sin una pizca de grasa mediando el contacto. Se le veía pesado, aunque también flexible y absolutamente sosegado. Tenía los ojos entornados, la respiración apenas audible. A la vez, había algo de extrañamente alerta en su postura.

Cuando la vieja señora entró en la habitación en penumbra, siguió inmóvil. Ella se acercó a una mesita y posó una tetera, un pequeño vaso de porcelana con motivos florales y un sobre sellado. Salió sin decir una palabra. Varios minutos pasaron hasta que él juntó las manos a la altura del corazón e inclinó el tronco sobre las piernas cruzadas. Luego, se desplegó, alto y sólido como un roble.

Miró el sobre en la mesita, pero no lo cogió de inmediato. Prefirió verter el té humeante hasta casi el borde de la tacita. Lo olió, cerrando los ojos. Hierba limón. Se quedó un rato así, dudando sobre si dejarse llevar. Posponer lo inevitable. Idea tonta. Cogió el sobre, se sentó en el escritorio y, dejando la tacita, alcanzó un abrecartas que parecía salido de un número antiguo de Wallpaper. Con un golpe rápido y certero rajó los bordes y le dio la vuelta dejando caer una especie de tarjeta y una memoria USB.

Hizo una copia del contenido de la memoria en el portátil que tenía delante, luego lo empujó hacia un lado y garabateó algo en un papel. Dobló la hoja y la puso dentro de un nuevo sobre, junto con la memoria. Cerró el sobre, guardó la tarjeta en el bolsillo de los pantalones y pulsó un pequeño botón en el lateral del escritorio. Al cabo de un rato, volvió la señora del té, que recogió el nuevo sobre y, después de una reverencia casi imperceptible, se fue, aun muda.

Alea jacta est, pensó – y una parte suya se rió de tamaño esnobismo. Pero era una parte muy pequeña, donde tenían que codearse el humor, la autoconfianza, la ligereza y todo lo que hace la vida soportable. En lo que restaba de él, solo había espacio para un enorme agujero, a la vez hueco y pesado, que le presionaba las costillas, aplastando el corazón. Los músculos, antes relajados, parecían preparados para el ataque de un oso, y podía sentir cada pelo de la nuca de puntillas, como bailarinas esperando tensas el momento del gran salto.

Intentó resignarse ante el hecho de que no experimentaría ningún otro estado en las próximas 24 horas. “Al fin y al cabo, son solo 24 horas”. Y luego se acordó de todas las cosas que pueden pasar en 24 horas.

 

La cosa empezó a cambiar de verdad con el vestido. Era uno de esos cocktail dresses – ya sabes, un vestido de fiesta para llevar de día o en situaciones elegantes, pero no muy formales. No era gran cosa como vestido, la verdad. Era demasiado justo, como si estuviera cosido directamente al cuerpo, y tenía unas partes en encaje y otras en tela brillante, que se turnaban para darle un aspecto franjeado. El resultado parecía algo salido del baúl de una vieja corista de cabaret. O del closet de una joven celebridad, de esas que creen que el look buscona es lo que se lleva.

Que el vestido fuese suyo no debe ser visto como un simple detalle. Su dueña no era una más. Tenía esa carita de niña que se pasó con el fond de taint, tan común entre sus contemporáneas. Lo que la diferenciaba de ellas eran unos tantos ceros de más – en su cuenta bancaria, en el ranking de las canciones más vendidas, en su número de seguidores en Instagram… Total: un vestido suyo, por más hortera que fuese, estaba destinado a ser conocido, comentado, criticado e imitado hasta la astenia, lo que en el mundo del showbiz suele corresponder a algo así como… 15 minutos?

Es lo que hubiera pasado, de no ser por un desenfadado post de otra mega celebridad, cuyo culo había roto Internet un par de meses antes. Para los demasiado jóvenes, hay que aclarar que cuando digo romper Internet, quiero decir publicar o protagonizar un post que obtiene repercusión planetaria en forma de memes, tumblrs y otras formas de cotilleo virtual. Y cuando digo culo, quiero decir… bueno, culo. Eso sí, un culo enorme, fantasmagóricamente perfecto y más redondo y brillante que la mismísima luna.

Pues la culocelebrity publicó en twitter una foto del vestido hortera de la colega, explicando cómo le gustaba la forma en que el blanco brillante de la tela se combinaba al dorado del encaje. Los comentarios generados por ese post ganaron proporciones casi tan rompedoras cuanto los glúteos de su autora. Y no porque la gente se indignase de que alguien elogiara aquella horribilidad. Lo que causaba tanto alboroto es que, dónde muchos veían blanco y dorado, otros tantos veían azul y negro.

Una cosa es que un friki alucine. Otra muy diferente es que tanta gente discrepe sobre un dato tan básico de la realidad. Tres semanas después, el cambio de sexo de un teen idol cuyo anuncio para una marca de calzoncillos había causado furor pasó a acaparar todas las atenciones y ya no se habló más del vestido. Pero mucha gente se quedó con esa sensación desagradable de que algo no iba completamente bien.

No es totalmente cierto que en 24 horas todo se puede cambiar. La Luna realiza una vuelta completa al planeta azul, nuestros cuerpos duermen y se despiertan, y entre una cosa y otra, nuestras almas se pasean por un mundo paralelo donde el tiempo no existe. Pero la fuerza de ese instante cabalístico no está en lo que ocurre, sino en lo que se revela.

Algo que empieza con un ruido casi imperceptible y a lo largo de las horas, de los años, de las eras, se va convirtiendo en una batucada ensordecedora, un carnaval de sombras, el gran hueco plúmbeo y magnético que no deja más alternativa que tirarse al vacío. Tirarse al vacío. La expresión le produjo un escalofrío que le heló la médula.

Una cara redonda y alba surgió delante de sus ojos, el negro cabello desgreñado, la boca entreabierta, los ojos entrecerrados. Más que durmiendo, ella parecía dormitar, como si acabara de despertar o hacer el amor. Poco a poco, el frío fue dejando espacio a una especie de calidez, y él deseó tumbarse. No tuvo tiempo de hacerlo. El semblante antes perezoso se desfiguró en una mueca de horror. La mujer de pronto abrió la boca como intentando gritar, los ojos saltándole de las órbitas, los pelos agitándose como en una cabeza de Medusa hasta que de repente se precipitó en la nada.

Él cerró los ojos y los puños. Intentó concentrarse en la respiración, repitiendo para sí mismo que aquello no era real, que el rostro tan querido no estaba de hecho allí. El jadeo, sin embargo, no cedía. Lo real no es lo que está fuera y a la realidad no se puede eludir. Alea jacta est. La suerte está echada.

El vestido que cambiaba de color pronto dejó las páginas de cotilleo y ganó el mundo. Páginas de contenido científico, sitios de “cómo funciona”, hasta National Geographic y Wired, todos habían publicado intentos de analizar el fenómeno legitimando así la locura.

Los más escépticos afirmaban que la variación era un efecto de la pantalla utilizada para visualizar las imágenes. Otros creían que se debía al procesamiento visual de arriba-abajo, o sea, el procesamiento visual con base en conceptos, y no en datos. El cerebro frecuentemente ve lo que espera ver, y eso está largamente demostrado por los juegos de ilusión de óptica.

La hipótesis era rechazada por los que consideraban imposible que algo azul cobalto se viera blanco, por más cabezota que fuera el cerebro de uno. Para ellos, era más probable que el fenómeno se debiese a la constancia del color – los colores no cambian jamás, pero el contexto de la misma imagen o del ambiente del espectador (sala oscura, aire libre, etc.) pueden alterar nuestra percepción de ellas.

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No es que yo sea un genio, ni nada por el estilo. Mucha gente buena – y no tan buena – ya ha hablado de la volatilidad y de la subjetividad de lo real, de Alan Watts y Einstein a Fellini y los hermanos Wachowski, pasando por todos los maestros de la física cuántica y sus hijitos bastardos, los gurús de la autoayuda. O sea, que no reivindico el mérito de la percepción. Sin embargo, merezco reconocimiento por el oportunismo.

En Montardit de Dalt, un pequeño pueblo de Sort donde no entran coches, hay no más que una veintena de casas. La más intrigante de ellas es una maciza construcción de piedra metida en un hueco de la montaña, donde el sol solo llega en lo más alto del verano y aun así solo durante mitad del día. Se llama La Mola, debido a que está al lado de un pequeño riachuelo que corre tambaleante y ruidoso por el terreno accidentado, y que en un pasado más o menos remoto movía un molino harinero.

Pero La Mola siempre fue mucho más. De templarios refugiados a hippies, pasando por una versión new age de los cátaros en los años 80 del siglo XX, aquellas paredes acomodaron todo tipo de utopía y las más variadas expresiones del delirio. Excepto por algún cacharro que se proponía, con más o menos éxito, a hacer menos dura la durísima vida en el valle, poco había cambiado en sus siete siglos de historia. Hasta que llegaron los Ancestrales.

La estructura de la casa seguía igual, aunque metieron todo tipo de cable por sus entrañas y extraños dispositivos por el tejado y el terreno, todos mirando al cielo como enormes orejas de silicio. En lo demás, seguía igual. Los huertos, la vida comunitaria, la variedad de procedencias, etnias y motivaciones de sus habitantes… de hecho, en común no tenían casi nada, a excepción de que todos meditaban diariamente y ninguno de ellos nunca, jamás, llevaba gafas.

Cuando la cosa realmente empezó a ponerse fea y nadie más podía decir con seguridad qué era azul y qué era blanco – o peor, qué era un puente y qué era un precipicio – vi más allá de la locura y de la desesperación.

Como ha ocurrido con muchas ideas revolucionarias, la mía ha salido a la luz de forma totalmente prosaica. Toda una vida de empollón que no se comía un rosco había forjado dos trazos básicos de mi personalidad: una comprensión descomunal de la física aplicada, y una importante demanda sexual no atendida. Así que decidí combinar las dos cosas para alcanzar el objetivo máximo de todos los grandes revolucionarios: echar un quique.

Aprovechando el laboratorio de la Uni y unas nociones rudimentarias de programación, cree un par de gafas que estabilizaban la realidad. Bueno, de hecho lo que hacía al inicio era básicamente sustituir las imágenes captados directamente por el ojo humano por otras pre-grabadas. Así, si estabas, por ejemplo, en Plaza España, y el asfalto que circunda la fuente monumental se transformase de repente en un río de sangre, las gafas aislaban la pesadilla, poniendo en su lugar antiguas y reconfortantes imágenes de tráfico.

Ni falta hace decir el efecto que eso producía en las personas en general y en las chicas en particular. Verdad que las gafas no funcionaban con cualquiera. Uno tenía que renunciar totalmente a la visión natural y solo quitárselas para dormir. Si te ponías nostálgico, poético o místico y las sacaba de vez en cuando la cagabas. Era necesario pasar el máximo de tiempo en el mundo estabilizado, de preferencia todo el tiempo en que estuvieras consciente. No solo para absorberlo sino también para evitar el reajuste que el cerebro estaba obligado a hacer al pasar de la realidad a la estabilidad. Un par de chicas muy buenorras han petado justo antes de que las pudiese pillar.

Felizmente, las locas románticas siempre han sido una minoría. Yo follaba como un campeón, más contento que un niño en una tienda de chuches, y así seguiría si no fuera por mi mejor amigo, un programador friki que curraba en una startup dedicada a crear juegos para Facebook.

La mujer rubia abrió la pesada puerta de madera con dificultad, apenas dejándole espacio para pasar. No hablaron, ni falta que hacía. La cama estaba hecha, las sábanas, limpias, todo según reza la etiqueta. Hubo un beso entre dudoso y hambriento, también ello parte del ceremonial. Luego la puso de espaldas y ella se dejó plegar sobre el viejo escritorio, donde se apilaban papeles y libros.

Fue un polvo preciso. Ritmo, temperatura, presión… él sabía dónde y ella sabía cuándo. El calor se expandía en olas y esas olas eran como las del mar, un ir-y-venir entre la caricia y el golpe, llenando los oídos y salando el alma. Jamás intentaron resistir a la corriente. Cuando bajó la tempestad y el mar se levantó hasta el cielo, se dejaron ahogar. Paz.

Exhaustos, se dejaron caer en la pequeña cama, los cuerpos en cuchara, él con los pies colgados, aun con las botas puestas. En el espacio entre ellos no cabría un pensamiento. Pero nadie osó un abrazo.

Más grande, más profesional y desde luego mejor follado, mi amigo se percató rápidamente de que mi idea daba para mucho más que algunos chochos. Con un par de huevos (los suyos), la presentamos a media docena de inversores y ángeles hasta que uno de ellos nos dio la luz verde y algunos miles de euros para poner la cosa en marcha. El hecho de que estuviéramos en medio al boom de la Internet de las Cosas fue la guinda del pastel.

En un año teníamos cien programadores trabajando desde Palo Alto hasta Bangalore. Las imágenes pre-grabadas se han sustituido por imágenes capturadas y reestructuradas en un servidor gigante que las mandaba de vuelta a los aparatos en tiempo real. En dos años, habíamos entrado en el segmento de dispositivos de estabilización infantil y en tres, ya éramos los principales proveedores de estabilizadores de sueño, implantes corneales y dispositivos domésticos anti-realidad.

En un cierto punto, la cosa se hizo demasiado grande para mi colega, y acabó patéticamente colgado de su propio cinturón, atado en el pomo de un armario empotrado. Hay gente que está demasiado apegada a la propia percepción…

En fin, los que adaptan, sobreviven, y los que consiguen que los demás se adapten, esos son la bomba. En un par de horas, inauguraré el más ambicioso de mis proyectos – Arcadia, la primera ciudad 100% estable del mundo. Construida en una enorme llanura del Empordà, ella está justo al lado del Learyplex, nuestro centro de mando, y es la prueba definitiva de que Girona es para los años 30 lo que Silicon Valley fue para el inicio del milenio. Bajo el cielo apocalíptico e inestable que me cubre, puedo decir, sin miedo a equivocarme, que la única verdad indiscutible es que soy una especie de rey.

Aún no había salido el sol cuando se fue, cerrando la pesada puerta de madera tras de si. Llevaba una pequeña linterna a pilas, pero no iba a utilizarla. Aunque no conociera de memoria el sendero, sesgó hacia el aparcamiento del pueblo, no haría falta ninguna luz. El cielo estaba plagado de estrellas muertas y las que aun vivían explotaban una tras otra a intervalos irregulares, encendiendo el paisaje como cañones de luz.

El grupo marchaba en silencio, dejando atrás La Mola. Él sentía su propio peso mientras avanzaba. Le gustaba esa sensación de solidez. Posó la mano sobre el puño del cuchillo albergado en su cinturón. El contacto con el cuero gastado tuvo el efecto de una descarga eléctrica. Recordó otra noche como aquella, igual en todo, menos en los ruidos. Había el mismo silencio limpio y seco de ahora, pero a cada rato era invadido por aullidos de dolor y gritos de histeria.

Siguió avanzando, aunque los sentidos se le empezaban a barajar. Un olor penetrante a jazmín y sangre invadió el aire y el mareo casi le pudo. Una vez más ella se le apareció delante de los ojos. No lo miraba a él, sino al río que seguía con su murmullo algunos metros más abajo. Lo miraba hipnotizada y etérea, jadeante del esfuerzo, la cara lavada por las lágrimas. La imagen se alejaba a cada paso que él daba. Sin embargo, la distancia entre ambos jamás se alteraba. Miraba el río y se inclinaba hacia él para luego volver atrás e inclinarse una vez más, un paso adelante, otro atrás, en un bucle enloquecedor.

Empezó a respirar de forma más pausada y profunda, esforzándose por no aflojar el ritmo con que avanzaba. Las voces se multiplicaban en su cabeza y se confundían con los ruidos del bosque y los pasos de sus compañeros. No era el momento para pensar en lo que era real. Solo podía concentrarse en lo que era necesario. Sin darse cuenta, empezó a repetir una oración aprendida de niño, en los veranos en la casa de la abuela. En cuanto acababa, volvía al inicio, y así fue cazando el aire que entraba y salía de su cuerpo con aquella extraña plegaría, hasta que llegaron a los coches.

Arrancaron en la noche oscura rumbo al sureste.

Con las Leary puestas, entro en mi majestuoso closet, pisando la alfombra densa y suave. Paro en el centro y hago lentamente un giro de 180 grados. Como molan esas gafas… Cada fibra de tweed, cada ínfima trama de seda se insinúa delante de mí, intentando atrapar mis sentidos, presumiendo de precisión y autenticidad casi obscenas. Puedo adivinar el punto exacto donde el verde se convierte en azul en aquella corbata degradé, identifico cada pespunte de las botas de piel de serpiente y las siluetas y los planos en que cada pieza se encuentra son perfectamente distinguibles.

Si no fuera por ese pequeño bug que acaba de proyectar un fantasma grandullón y huidizo cruzando la puerta con un cuchillo en la mano, diría que he alcanzado la perfección. La realidad nunca ha sido tan real.

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Ni dos, ni tres. Dieciséis. Años. Años! Vale, no será la primera vez. Pero la otra era diferente. Viaje sabático, lejos del mundo real. Y con doce años menos. Una cosa es darse una vueltecita con un veinteañero cuando tienes treinta y siete. Por más que la vueltecita dure meses y te enamores y él se enamore aún más, por más que haya drama y aburrimiento y celos, por más que se vea claramente que eres una mamacita un poco pervertida, todo aun es fresco, aun eres fresca, te estás divirtiendo, te da igual si no dura (de hecho, el no durar ya es parte del plan) y el futuro es aquél de las posibilidades infinitas.

El teléfono suena por quinta vez en quince minutos. Es que esa gente nunca ha oído hablar de emails? Si los contesta nada más los recibe, coño. Pone el móvil en silencio e intenta concentrarse. Doscientas fotos para corregir en Photoshop. Tres horas para hacerlo. Una carrera contra el tiempo. Pero puede hacerlo. Ya lo ha hecho. Es un tío cojonudo. Sólo tiene que centrarse. Olvidarse de que está corriendo. Olvidarse de porque está corriendo. Y entonces se acuerda. La sonrisa, que nunca sabes si es de dulzura o de broma. Las manos tan pequeñas. La cara limpia y el esmalte rojo en los deditos de pies perfectos. Esa manera de tocar tu cuello antes de besarte la mejilla. El olor. Y las tetas.

Cuarenta y nueve. Casi cincuenta. Se mira al espejo, inventariando arrugas y estirando flacideces. No es que esté mal. Para su edad, es decir. Según Facebook, fue Mark Twain el que dijo que sabes que estás envejeciendo cuando tus amigos empiezan a comentar lo bien que estás para tu edad. Gran Mark jodido de los cojones. Mira dentro del armario otra vez. Ya no queda casi nada, toda lo que tiene está amontonado sobre la cama, de las bragas a los zapatos. Y todo es una puta mierda. Meses esperando una invitación para un café y cuando llega, todo lo que tienes para vestir parece sacado de los contenedores de Cáritas.

Le da a enviar y salta el circulito con los colores del arco-iris, girando y girando. Sin salir del lugar. Intenta no ponerse histérico. Decide ser práctico, proactivo, ya sabes. Cambia la camisa, lava la cara, cepilla los dientes. Y el circulito girando. Coge la mochila, quita los trastos que no hacen falta, da vueltas buscando el casco. El circulito girando. La duda entre reiniciar y esperar le está matando. “Forzar salida”. Dónde está el puto casco?

This is the clear mechanism of an erection. best price vardenafil In this case, online pharmacy takes an order without any prescription. cialis price rx viagra This results in changes in behaviour and thinking pattern. Do not hesitate to get all the details that you need. brand viagra without prescription Abstraer. Hay que abstraer. Dejar fluir el torrente de pensamientos escabrosos como si nada. Respirar. O quizás poner una musiquita en Spotify? Da al botón de aleatorio y salta una voz de chico dulce, seguida de una vocecita aguda con acento oriental : “You live in Phnom Penh/You live in New York City/But I think about you so, so, so/So much I forget to eat”… Jo-der. Si esa no es una de esas señales de las que hablaba Paulo Coelho… Saca una camiseta blanca de bajo de la pila, la estira con las manos en el ultimo rincón libre de la cama, la pone. Mete la mano por el escote y acomoda el contenido del sujetador. El pinta-labios es el Russian Red de Mac, cómo no? Siente que está lista y sale por la puerta, mientras el corazón intenta saltarle por la boca.

Que majo el tío del marketing. Quizás demasiado majo. Podría haber acotado la amabilidad en dos tercios para que no tuviera que volar de Sant Gervasi al Raval en doce minutos y medio. Pero, mira, otro encargo mañana. A las ocho. Hasta las doce. De la noche. Dieciséis horas registrando el futuro, cacharros minúsculos que sirven para dominar el mundo, hombres de corbata, empollones con bambas VAN, todos hablan en cifras millonarias, las señas de conectividad, interactividad, globalidad. El mundo ya no dormirá jamás, ni los ojos de nadie se cerrarán y sus imágenes no serán más que un puntito minúsculo en un caleidoscopio gigante. Pero es pasta.

La Rambla del Raval huele a kebab y hachís. Niños magrebís tiran una pelota que ya ha visto mejores días, jóvenes y no tan jóvenes de distintos colores pasan en bici y todos los bancos están ocupados de gente que habla y ríe. Algún coche de la urbana pasa de vez en cuando, pero a nadie parece importarle. Tanta nonchalance la llena de calma y el solecito de final de tarde le calienta el corazón. Como si no hubiera mañana, no es lo que dicen? Gira la cabeza como en camara lenta. Y le ve. El hombre, grande y sólido y algo patoso, la sonrisa interminable, ojitos azules-felices bajo cejas de Groucho Marx, pelos por todos lados. Un casco colgando del cinturón, pegándole ostias mientras anda rápido, con cara de loco. Otro casco en la mano. Un niño delgadito con cara de duende chilla del otro lado del gato de Botero. GOOOOOOOLLLL!!!!

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La primera danza

Me he ganado un cáncer”, dijo alegremente, con dos palmaditas en las rodillas, mientras se inclinaba hacia delante. En su cara, había una sonrisa larga y serena, aunque sus ojos brillaban de forma un tanto excesiva. “Aquí”, dijo, con más dos palmaditas.

Un silencio plúmbeo se arrojó desde el cielo con la gravedad de mil Júpiters y se despedazó en el suelo hidráulico, levantando un humo envenenado. Si aun estuviesen los dinosaurios, hasta allí hubieron llegado – muertos intoxicados.

Hubo, claro, quienes pensaron que escuchaban mal. Alguien dejó escapar un ruidito casi inaudible, una cosa patética que se equilibraba entre el susto y el hipo. Ojos saltaron de sus órbitas, girando atontados, sin saber si mirar o huir. Algunos empezando a llover, otros tan solo encubiertos por una tenue niebla gris. Lo típico.

Incluso sobre ella, tan amante de las excentricidades, el golpe se abatió como el cliché más trivial. Sus manos, gélidas y húmedas, los pelos de la nuca en punta, las orejas hormigueando, el nudo en la garganta.

Quería tirarse al suelo, gritar hasta la ronquera, golpear con puños y pies, tirarse de los pelos, rasgarse la ropa, arrancarse los ojos… lo que fuera, con tal que le quitara esa risa ridícula de la cara. Luego, él vendría a recogerla, cariñoso, y firme, sus brazos cansados pero aun fuertes ejerciendo la presión amable y omnipotente del amor.

Le calmaría la rabieta, como había hecho tantas veces, le haría sentir tonta y protegida, pondría orden en su caos. Y finalmente ella podría respirar.

Pero no. Aquel hombre no estaba por la labor. Lo suyo no era calmar rabietas. No recogería la niña del suelo, no le escucharía los chillidos, no le hablaría con ternura. Sus ojos miraban más allá, hacia un horizonte lejano, violentamente teñido de naranjas y rojos, oliendo a salitre y peligro.
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El salón del acomodado piso del Eixample era poco más que el andén sucio y gris de una estación de mala muerte. Él allí no se quedaría más de lo necesario. El mensaje se había entregado, el trabajo estaba concluido y tenía más cosas que hacer.

Ella lo leía todo, no era que le viera partiendo, es que ya no estaba allí. Se había ido y ya no volvería, y su corazón de madre, de hija, de niña se le desgarró con el dolor de todas las mujeres de todos los tiempos.

En mitad de su desespero, mientras luchaba con los caballos y dragones que invadían su alma, sus miradas se cruzaron. Fue solo un instante, un “te veo” de bono, una gentileza por los viejos tiempos, un gesto de caballerosidad. A ella le dio rabia, aquello era como una coña. Pero le permitió recuperar el aliento.
No es que a aquél hombre le faltara cariño. Todo lo contrario. Su cuerpo macizo, era como un roble muy antiguo y la savia que le atravesaba las venas no era más que amor. A todos los que allí estaban – y a una en particular – les quería con locura. Pero no estaba dispuesto a hacerles caso.

Se levantó de la silla disfrutando de su fugaz habilidad, con una ligereza al borde de la indecencia. El silencio ensordecedor y mal oliente seguía pairando como la peste sobre todos los demás. Y el muy cabrón empezó a silbar.

Silbaba y chafardeaba entre cientos de vinilos impecablemente dispuestos en una estantería. Buscó y buscó, interrumpiéndose alguna vez, poniendo una mano en la cintura o tocándose la barba gris con gestos de quién solucionaba un enigma. Empezó a volverse, como se fuera de repente soltar un trivial “sabéis donde está…”, pero desistió a mitad de camino.

Una mujer mayor empezó a llorar, y el llanto le salió como una explosión. De repente todo se movía, sillas arrastradas, susurros, gemidos. Ella no pudo más. Se levantó y salió con un portazo. Pero él ya había encontrado lo que buscaba. Equilibró la aguja entre el pulgar y el índice, dejó que cayera suavemente sobre el plato negro, y empezó a bailar.

La fiesta

Entré en el salón con la mirada perdida, evitando ostensivamente el rincón donde estaba, pero vislumbrando sin sombras de duda su presencia. Allí, sentado, un poco oculto por el movimiento, un poco fuera de tono en una conversación banal, mientras la gente iba y volvía, vasos en la mano, pupilas dilatadas, deslizando por la música y los murmullos, en definitivo modo apareamiento.

Todo eso lo vi con mi visión periférica en un cuarto de segundo. Sí. Las mujeres somos ninjas. Me di la vuelta antes que hubiera contacto visual y me enchufé en la primera cara conocida. Era esa chica guapísima, la más guapa de la fiesta, seguro, quizás de la ciudad, quizás del país. Pero, como en la canción de White Stripes – o sería Burt Bacarach? – no sabía qué hacer con ella misma. La adicción a la atención de los demás produce monos tan deshumanos como el peor caballo.

Pero a mí me fue de puta madre, porque ella de repente era un alma gentil, super-interesada en enseñarme el otro salón donde había una mesa de bebidas. Bueno, mesa de bebidas es un decir. Había muchas botellas, la mayoría de ginebra, pero estaban casi todas vacías, y el cubo de hielo era más bien un cubo de agua, ya casi templado. Después de tantear en la oscuridad durante unos minutos, conseguí hacerme con unos 3 dedos de Beafeater en los cuales metí dos pedruscos parcialmente derretidos. Pero de soda, ni rastro. Bueno, algo es algo, necesito un vaso en las manos si me voy a acercar, y si lo que contiene me puede entorpecer el cerebro y la vergüenza, mejor.

Pensé en hacer un pit-stop en la cocina, a ver si había alguna soda en la nevera y de paso calmar un poco los nervios, pero… a la mierda. No hay soda que deshaga tanto nudo en la garganta ni que extermine tanta mariposa en la barriga. O bien me los ponía bien puestos o bien me atragantaba. Caminé por el pasillo como Robocop, pisando fuerte, sin mirar a los lados, imparable. Y cagada de miedo.

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A veces parece que nada se mueve. A veces parece que todo se mueve, pero solamente en círculos. En ambos casos, un aburrimiento. Aunque no pasa nada si ese es el precio que hay que pagar por esos momentos en que todo se mueve, en todas las direcciones, no solo se mueve sino que pulsa, sí, pulsa, vibra, vaya subidón, vaya fluidez, vaya PERFECCIÓN.

El miedo se va al carajo, las mariposas se recogen en sus cálidos capullos, los nudos se deshacen, el corazón retoma su ritmo, no el de hace una hora, sino el de hace unos años, el ritmo ese que dictaba la panza de la mamá, los ruidos se integran, los colores se destacan, todo está en su sitio y cambiando de sitio pero no hay de que preocuparse porque no hay peligros, solo hay posibilidades. No hay ansiedad, solo excitación.

Cuando finalmente me acerqué, él me cogió de la cintura y me plantó un beso en la mejilla. Me invitó a sentarnos. Le dije que sí, pero que antes iba a la cocina por un poco de soda. La noche tan solo estaba por empezar.