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Categoria: amorinos

Tiger Phone Card

Ni dos, ni tres. Dieciséis. Años. Años! Vale, no será la primera vez. Pero la otra era diferente. Viaje sabático, lejos del mundo real. Y con doce años menos. Una cosa es darse una vueltecita con un veinteañero cuando tienes treinta y siete. Por más que la vueltecita dure meses y te enamores y él se enamore aún más, por más que haya drama y aburrimiento y celos, por más que se vea claramente que eres una mamacita un poco pervertida, todo aun es fresco, aun eres fresca, te estás divirtiendo, te da igual si no dura (de hecho, el no durar ya es parte del plan) y el futuro es aquél de las posibilidades infinitas.

El teléfono suena por quinta vez en quince minutos. Es que esa gente nunca ha oído hablar de emails? Si los contesta nada más los recibe, coño. Pone el móvil en silencio e intenta concentrarse. Doscientas fotos para corregir en Photoshop. Tres horas para hacerlo. Una carrera contra el tiempo. Pero puede hacerlo. Ya lo ha hecho. Es un tío cojonudo. Sólo tiene que centrarse. Olvidarse de que está corriendo. Olvidarse de porque está corriendo. Y entonces se acuerda. La sonrisa, que nunca sabes si es de dulzura o de broma. Las manos tan pequeñas. La cara limpia y el esmalte rojo en los deditos de pies perfectos. Esa manera de tocar tu cuello antes de besarte la mejilla. El olor. Y las tetas.

Cuarenta y nueve. Casi cincuenta. Se mira al espejo, inventariando arrugas y estirando flacideces. No es que esté mal. Para su edad, es decir. Según Facebook, fue Mark Twain el que dijo que sabes que estás envejeciendo cuando tus amigos empiezan a comentar lo bien que estás para tu edad. Gran Mark jodido de los cojones. Mira dentro del armario otra vez. Ya no queda casi nada, toda lo que tiene está amontonado sobre la cama, de las bragas a los zapatos. Y todo es una puta mierda. Meses esperando una invitación para un café y cuando llega, todo lo que tienes para vestir parece sacado de los contenedores de Cáritas.

Le da a enviar y salta el circulito con los colores del arco-iris, girando y girando. Sin salir del lugar. Intenta no ponerse histérico. Decide ser práctico, proactivo, ya sabes. Cambia la camisa, lava la cara, cepilla los dientes. Y el circulito girando. Coge la mochila, quita los trastos que no hacen falta, da vueltas buscando el casco. El circulito girando. La duda entre reiniciar y esperar le está matando. “Forzar salida”. Dónde está el puto casco?

This is the clear mechanism of an erection. best price vardenafil In this case, online pharmacy takes an order without any prescription. cialis price rx viagra This results in changes in behaviour and thinking pattern. Do not hesitate to get all the details that you need. brand viagra without prescription Abstraer. Hay que abstraer. Dejar fluir el torrente de pensamientos escabrosos como si nada. Respirar. O quizás poner una musiquita en Spotify? Da al botón de aleatorio y salta una voz de chico dulce, seguida de una vocecita aguda con acento oriental : “You live in Phnom Penh/You live in New York City/But I think about you so, so, so/So much I forget to eat”… Jo-der. Si esa no es una de esas señales de las que hablaba Paulo Coelho… Saca una camiseta blanca de bajo de la pila, la estira con las manos en el ultimo rincón libre de la cama, la pone. Mete la mano por el escote y acomoda el contenido del sujetador. El pinta-labios es el Russian Red de Mac, cómo no? Siente que está lista y sale por la puerta, mientras el corazón intenta saltarle por la boca.

Que majo el tío del marketing. Quizás demasiado majo. Podría haber acotado la amabilidad en dos tercios para que no tuviera que volar de Sant Gervasi al Raval en doce minutos y medio. Pero, mira, otro encargo mañana. A las ocho. Hasta las doce. De la noche. Dieciséis horas registrando el futuro, cacharros minúsculos que sirven para dominar el mundo, hombres de corbata, empollones con bambas VAN, todos hablan en cifras millonarias, las señas de conectividad, interactividad, globalidad. El mundo ya no dormirá jamás, ni los ojos de nadie se cerrarán y sus imágenes no serán más que un puntito minúsculo en un caleidoscopio gigante. Pero es pasta.

La Rambla del Raval huele a kebab y hachís. Niños magrebís tiran una pelota que ya ha visto mejores días, jóvenes y no tan jóvenes de distintos colores pasan en bici y todos los bancos están ocupados de gente que habla y ríe. Algún coche de la urbana pasa de vez en cuando, pero a nadie parece importarle. Tanta nonchalance la llena de calma y el solecito de final de tarde le calienta el corazón. Como si no hubiera mañana, no es lo que dicen? Gira la cabeza como en camara lenta. Y le ve. El hombre, grande y sólido y algo patoso, la sonrisa interminable, ojitos azules-felices bajo cejas de Groucho Marx, pelos por todos lados. Un casco colgando del cinturón, pegándole ostias mientras anda rápido, con cara de loco. Otro casco en la mano. Un niño delgadito con cara de duende chilla del otro lado del gato de Botero. GOOOOOOOLLLL!!!!

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La fiesta

Entré en el salón con la mirada perdida, evitando ostensivamente el rincón donde estaba, pero vislumbrando sin sombras de duda su presencia. Allí, sentado, un poco oculto por el movimiento, un poco fuera de tono en una conversación banal, mientras la gente iba y volvía, vasos en la mano, pupilas dilatadas, deslizando por la música y los murmullos, en definitivo modo apareamiento.

Todo eso lo vi con mi visión periférica en un cuarto de segundo. Sí. Las mujeres somos ninjas. Me di la vuelta antes que hubiera contacto visual y me enchufé en la primera cara conocida. Era esa chica guapísima, la más guapa de la fiesta, seguro, quizás de la ciudad, quizás del país. Pero, como en la canción de White Stripes – o sería Burt Bacarach? – no sabía qué hacer con ella misma. La adicción a la atención de los demás produce monos tan deshumanos como el peor caballo.

Pero a mí me fue de puta madre, porque ella de repente era un alma gentil, super-interesada en enseñarme el otro salón donde había una mesa de bebidas. Bueno, mesa de bebidas es un decir. Había muchas botellas, la mayoría de ginebra, pero estaban casi todas vacías, y el cubo de hielo era más bien un cubo de agua, ya casi templado. Después de tantear en la oscuridad durante unos minutos, conseguí hacerme con unos 3 dedos de Beafeater en los cuales metí dos pedruscos parcialmente derretidos. Pero de soda, ni rastro. Bueno, algo es algo, necesito un vaso en las manos si me voy a acercar, y si lo que contiene me puede entorpecer el cerebro y la vergüenza, mejor.

Pensé en hacer un pit-stop en la cocina, a ver si había alguna soda en la nevera y de paso calmar un poco los nervios, pero… a la mierda. No hay soda que deshaga tanto nudo en la garganta ni que extermine tanta mariposa en la barriga. O bien me los ponía bien puestos o bien me atragantaba. Caminé por el pasillo como Robocop, pisando fuerte, sin mirar a los lados, imparable. Y cagada de miedo.

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A veces parece que nada se mueve. A veces parece que todo se mueve, pero solamente en círculos. En ambos casos, un aburrimiento. Aunque no pasa nada si ese es el precio que hay que pagar por esos momentos en que todo se mueve, en todas las direcciones, no solo se mueve sino que pulsa, sí, pulsa, vibra, vaya subidón, vaya fluidez, vaya PERFECCIÓN.

El miedo se va al carajo, las mariposas se recogen en sus cálidos capullos, los nudos se deshacen, el corazón retoma su ritmo, no el de hace una hora, sino el de hace unos años, el ritmo ese que dictaba la panza de la mamá, los ruidos se integran, los colores se destacan, todo está en su sitio y cambiando de sitio pero no hay de que preocuparse porque no hay peligros, solo hay posibilidades. No hay ansiedad, solo excitación.

Cuando finalmente me acerqué, él me cogió de la cintura y me plantó un beso en la mejilla. Me invitó a sentarnos. Le dije que sí, pero que antes iba a la cocina por un poco de soda. La noche tan solo estaba por empezar.